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martes, 29 de diciembre de 2009

La propiedad para Stirner

Hace un par de semanas publiqué un artículo sobre Rousseau en el que exponía su opinión sobre la propiedad y la libertad. En él, Rousseau diferenciaba la posesión, el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que sólo puede fundarse en un título positivo.

En estos párrafos de El único y su propiedad podemos ver la opinión contraria de Stirner. Para él, posesión y propiedad son una misma cosa.
La propiedad privada existe por la gracia del Derecho. El Derecho es su única garantía, porque poseer un objeto no es ser necesariamente su propietario; lo que Yo poseo no se convierte en mi propiedad más que por la sanción del Derecho; y ésta no es un hecho (un fait), como piensa Proudhon, sino una fi cción, una idea. Una idea, he ahí lo que es la propiedad que engendra el Derecho, la propiedad legítima, garantizada. Es el Derecho y no Yo lo que hace de lo que poseo mi propiedad.

No obstante, se designa bajo el nombre de propiedad al poder ilimitado que Yo tengo sobre las cosas (objetos, animales u hombres) de las que puedo usar y abusar a mi agrado; el Derecho romano define la propiedad jus utendi et abutendi re sua, quatenus juris ratio patitur, un derecho exclusivo e ilimitado. Pero la propiedad tiene por condición el poder, lo que está en mi poder es mío. En tanto que mantengo mi situación de poseedor de un objeto, sigo siendo su propietario; no lo seré si se me escapa, sea cualquiera la fuerza que me lo arrebate (el hecho, por ejemplo, de que Yo reconozca que otro tiene derecho a él). Propiedad y posesión vienen, pues, a ser lo mismo. No es un derecho exterior a mi poder el que me hace legítimo propietario, sino mi poder mismo y sólo él; si lo pierdo, el objeto se me escapa. Desde el día en que los romanos perdieron la fuerza de oponerse a los germanos, Roma, y los despojos del mundo que diez siglos de omnipotencia habían acumulado dentro de sus murallas, pertenecieron a los vencedores, y hubiera sido ridículo pretender que los romanos permanecieran siendo, no obstante, sus legítimos propietarios. Toda cosa es la propiedad de quien sabe tomarla y guardarla para sí, y quedará siendo de él, mientras que no le sea arrebatada; así, la libertad pertenece al que la toma.

El poder decide la propiedad; y el Estado (ya sea el Estado de los burgueses, de los indigentes, o lisa y llanamente, el de los hombres), siendo el único poderoso, es también el único propietario; Yo, el Único, no tengo nada; no soy más que un colono en las tierras del Estado, soy un vasallo, y por consiguiente un siervo. Bajo la dominación del Estado, ninguna propiedad es Mía.1

En el último párrafo podemos observar una crítica al Estado. Teniendo en cuenta que la propiedad deriva de la fuerza, todos los indivduos están a expensas de este Leviatan, el cual en su territorio cuenta con una indiscutible superioridad para ejercer la violencia.


[1] Max Stirner, El único y su propiedad (México D.F: Pablos Editor, 1976), pp.256-257.


Publicado originalmente en humano sin sentido

lunes, 28 de diciembre de 2009

La resurrección de Ayn Rand

"Es un pecado escribir esto. Es un pecado pensar palabras que otros no piensan y ponerlas en un papel que otros no ven. No hay transgresión más siniestra que actuar o pensar a solas. La ley dice que nadie puede estar solo, pues ésa es la gran transgresión, la raíz de todo mal". Son palabras del principio de Himno (1937), fábula futurista de Ayn Rand. El héroe que así habla, sin nombre, sólo un número, comete otro delito aborrecible: gasta luz, no para trabajar en provecho de todos sino escribiendo únicamente para sí. Rand, novelista y filósofa anticolectivista, estrella intelectual de la radiotelevisión estadounidense en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, aún sirve de guía espiritual al viejo caudillo financiero Alan Greenspan, y está de moda en el siglo XXI, proyectil ultraconservador contra el presidente Obama.

Rusa de San Petersburgo, Alissa Zinovievna Rosenbaum (1905-1982) nació en una familia judía no practicante. La revolución bolchevique arruinó al padre, farmacéutico, y Alissa conoció personalmente los efectos prácticos del comunismo: miseria, caos callejero, policía secreta, sustitución de la intimidad por la intimidación, purgas, redadas, deportaciones, ejecuciones y suicidios. Estudió pedagogía social en su ciudad, que ya se llamaba Petrogrado y pronto sería Leningrado. Explicaba los crímenes del zarismo, guía turística en la fortaleza de Pedro y Pablo, pero pensaba en Estados Unidos. En las películas de Hollywood había descubierto el horizonte de Nueva York, y le parecía la plasmación más alta de la potencia humana. En el invierno de 1926 estaba en Chicago. Llegó a la industria del cine. Cambió de nombre. Fue extra, guionista, autora de novelas antisoviéticas y sentimentales que la Italia de Mussolini convertiría en películas.

Pero también existía el mal en América: Roosevelt y su New Deal, la amenaza del Estado social, los izquierdistas, la palabrería en torno al bien común. Eso era esencialmente el comunismo: la aniquilación de lo puramente individual, de la vida privada, la privacy, palabra para la que no existe equivalente exacto en ruso, decía Rand, como tampoco existe en español. El interés de uno mismo por uno mismo y su felicidad es lo único indiscutible, moral y razonable. La razón significa individualismo, que es capitalismo, y a los Estados Unidos los hunde el peso del Gobierno, la intromisión estatal, los impuestos y los servicios sociales. Americana por elección y convicción, Rand se proclamaba abogada del egoísmo ilustrado y racional. "¿Por qué nos enseñan que lo malo y lo fácil es hacer lo que uno quiere, que debemos disciplinarnos? Lo más difícil del mundo es hacer lo que uno quiere", escribía.

Tenía, sin embargo, una mentalidad soviética en cuestiones de literatura. Sus novelas son didácticas. Sus superhéroes son doctrinarios. Practicaba un realismo capitalista, paralelo al realismo socialista. Si en la URSS los valientes eran obreros metalúrgicos o campesinos colectivizadores, en el mundo de Rand se encarnaban en arquitectos de vanguardia e industriales, inventores de máquinas, siempre egoístas monumentales, de piedra o hierro, pura fuerza creadora, sin contradicciones ni conflictos interiores, capaces de montar, como pedían los estalinistas, rebeliones y organizaciones clandestinas: una huelga mundial de empresarios, que, ante el intervencionismo corrupto-caritativo del Gobierno, abandonan sus negocios y paran el motor del mundo. Pero el universo de Rand no se divide en clases, como querrían los marxistas, sino en individuos creadores, productores de riqueza, contra saqueadores y parásitos, gente de segunda mano. El hombre de la inteligencia se enfrenta a las masas, millones de almas insulsas, marchitas, pasivas, sin voluntad, ideas ni sueños propios, que "comen, duermen y mastican impotentes las ideas que otros ponen en sus cerebros". Hay una prueba del estado real de las masas: compraban los libros de Rand. Iban a ver El manantial, la película de King Vidor en 1949, con Gary Cooper y Patricia Neal, sobre el primer novelón de Rand, que publicó en España Planeta en 1954, traducido por Luis de Paola.

Vencido el comunismo, la obra de Ayn Rand no ha sido embalsamada en una biblioteca: hoy es el arma viva con la que los conservadores extremos atacan a Obama, nuevo e inverosímil peón del socialismo. Vuelven la fe y el fervor de los años cincuenta y sesenta, cuando el culto a Rand conquistaba discípulos entre la juventud, y la papisa se multiplicaba en giras, charlas, fiestas, cenas en la Casa Blanca, viajes, cursos para aprender a vivir en los que nacería la vigente superstición de la autoestima, polemista encendida por un impulso bíblico, anfetamínico. Le dedicaron un sello de correos de 33 centavos en el que aparece sobre rascacielos como una estrella de los años treinta. Se coronaba con diademas con el signo del dólar. "El dólar es el colofón de la filosofía", sentenció. Un gran dólar de flores presidía sus funerales. Murió de cáncer de pulmón. La lumbre del cigarrillo era el reflejo de la chispa que arde en la mente creadora, o así lo vio uno de sus héroes, cuando Estados Unidos propagaba cinematográfica e internacionalmente el tabaco. Grito Sagrado se llama la editorial argentina que publica hoy a Ayn Rand en el mundo hispánico.

[*] Justo Navarro, El País (27 de diciembre de 2009).
[**] Las palabras en negrita han sido resaltadas por mi.


Publicado originalmente en humano sin sentido