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sábado, 17 de julio de 2010

Esclavitud, otro enfoque


Siempre que la casta política garantice, a tu costa, subvenciones y subsidios para ganar votos, es lógico que aumenten los parásitos y titiriteros de la ceja. Es decir, se apoderan de la producción de un ciudadano para que trabaje gratis para otro. A esta acción no se le puede llamar altruismo, sino esclavitud y tiranía.

Altruista sería que la clase política repartiera parte de su abultado sueldo a la beneficencia. La solidaridad es un acto voluntario, no una imposición que tenga que nacer de las leyes y ser acatada por el miedo a ser embargado o encarcelado. ¿Porqué asumir que la clase política nos expolie, cuando consideramos un delito que nos roben a punta de pistola? La única diferencia es que el delincuente al robarnos no nos dice que lo hace por nuestro bien ni por el de la sociedad.

Dado el entusiasmo con que la mayoría de cierta clase política incrementan los impuestos para distribuir la riqueza de la manera que ellos consideran justa ¿cómo es que logran aparentar ser enemigos de la esclavitud?, ¿Cómo esos iluminados logran intimidar a sus opositores políticos y a gran parte del electorado con su actitud de superioridad moral, como si quienes se oponen a mayores impuestos fuesen los malos de la película?

La razón es que mientras esos políticos populistas se oponen a la esclavitud, no ven nada malo en la esclavitud colectivista que ellos proclaman. Afirman que la sociedad, supuestamente, tiene la autoridad para confiscar los activos y los ingresos de sus miembros y poder así dedicar tales fondos a lo que la colectividad desea realizar. Eso en realidad significa que algunos individuos de esa comunidad ejercerán ese inmenso poder sobre los demás. Ellos piensan que la gente pertenece a la comunidad, pero no en el sentido voluntario de ser miembros de un club al cual pueden renunciar. No, simplemente no son dueños de sí mismos.

www.lodicecincinato.blogspot.com


http://www.youtube.com/watch?v=eaNSm-BjRts

jueves, 31 de diciembre de 2009

Sobre la solidaridad

Piotr Kropotkin define la solidaridad como la base del comportamiento animal y humano, gracias al cual ha evoluciando desde un organismo unicelular hasta organismos más complejos. En Anarchist morality escribió:
The morality which emerges from the observation of the whole animal kingdom may be summed up in the words: Do to others what you would have them do to you in the same circumstances.

And it adds: Take note that this is merely a piece of advice; but this advice is the fruit of the long experience of animals in society. And among the great mass of social animals, man included, it has become habitual to act on this principle. Indeed without this no society could exist, no race could have vanquished the natural obstacles against which it must struggle.

[...]

Without this solidarity of the individual with the species, the animal kingdom would never have developed or reached its present perfection. The most advanced being upon the earth would still be one of those tiny specks swimming in the water and scarcely perceptible under a microscope. Would even this exist? For are not the earliest aggregations of cellules themselves an instance of association in the struggle?
1


No estoy nada de acuerdo con las palabras de Kropotkin. La base de la evolución no es la solidaridad, sino la competencia. Sin contar las causas naturales (condiciones de la naturaleza y mutaciones aleatorias), la principal causa de evolución es la competencia entre los seres vivos. Si las condicienes ambientales se mantuvieran constantes y hubiese ilimitado espacio en el que vivir e infinitos recursos alimenticios no vivos de los que alimentarse, los seres vivos no habrían pasado el estado unicelular. Sin embargo, la lucha por el control del territorio y de los recursos alimenticios (además de cambios en las condiciones ambientales y mutaciones), y la procreación han hecho que los seres vivos evolucionemos hasta la situación actual.

Ello no quiere decir que debamos comportarnos como animales. El hombre, como ser vivo inteligente y con una capacidad superior para razonar, es capazaz de actuar de manera solidaria y ayudar a los necesitados.

Combatir el socialismo imperante en nuestra sociedad y la dependencia del Estado es muy difícil. Desde el principio, el socialismo tiene la batalla ideológica ganada. Ha conseguido convertir la solidaridad, que en un principio era un acto voluntario, en una obligación sustentada por las leyes y la violencia del Estado.
El hombre tiene ciertamente para con sus semejantes muchos otros deberes morales; así, tiene que alimentar a los hambrientos, vestir a los desnudos, cobijar a los que no tienen techo, cuidar a los enfermos, proteger a los indefensos, ayudar a los débiles, enseñar a los ignorantes. Pero estos deberes son simples deberes morales, y con relación a ellos cada hombre es el único juez capaz de decidir por sí mismo, en cada caso particular, cómo y hasta que punto podrá o querrá cumplirlos.2

La solidaridad no es más que un deber moral, nunca una obligación impuesta y penalmente castigable. Incluso podríamos llevar su argumento al extremo: la omisión del deber de socorro no es un delito. Ya que el socorrer a otra persona es una decisión de carácter moral, no una obligación.

La redistribución de la riqueza y el Estado de bienestar son ejemplos de esa mal denominada solidaridad. Y digo mal denominada porque para que la solidaridad sea considerada como tal, ésta debe ser un acto libre y voluntario. Si un ladrón me roba, ¿estoy siendo solidario con él? No. Si quien me roba es el Estado, tampoco.

Por otro lado, están los efectos perversos de ese, ya de por si negativo, liberticidio y de la violación de la propiedad privada disfrazados de solidaridad: la mafia burocrática que controla y gestiona las organizaciones dedicadas a ella y los que se dedican a vivir a su costa.




[1] Peter Kropotkin, Kropotkin's revolutionary pamphlets : a collection of writings, (Dover Publications, 1970).
[2] Lysander Spooner, El derecho natural: la ciencia de la justicia, Libery, 1882.

Publicado originalmente en humano sin sentido

martes, 8 de diciembre de 2009

Las tetas de mi amiga Adela “La Anarquista”


Durante un tiempo viví en una comuna anarquista. Todos allí eran supuestamente muy solidarios y decían que era bueno compartir los bienes entre camaradas. Todos estaban convencidos de la necesidad de la abolición del Estado, de la propiedad privada y del derecho de herencia. Todos rechazaban el consumismo y el materialismo de los países occidentales, sobre todo el de su demonio favorito: Los Estados Unidos de América.

Incluso algunas “miembras” de la comunidad, como así les gustaba denominarse, se enorgullecían de defender a los más indefensos y desprotegidos de la sociedad; lo que me chocaba es que afirmaran esto después de abortar, práctica muy reiterada entre ellas. Personalmente no entendía muy bien el pseudoprogresismo de éstas mujeres, que respondía a un esquema muy sencillo: ser pacifista y apoyar a los desfavorecidos con grandes dosis de demagogia y mucho talante de buenismo. Sin embargo, a su hijo que reposaba inocentemente en su vientre, siendo éste el más débil, el más indefenso, el más dependiente de todos los seres, no les parecía digno de amparar. Yo observaba una fuerte contradicción en sus postulados y para colmo argumentaban los derechos de la madre, presentándola como una pobre víctima indefensa no se sabe muy bien frente a qué.

Todos repetían la misma cantinela típica del clásico socialista que se siente anarquista; y que suelen soltar cuando no son ellos los afectados directamente por las consecuencias de tales ideas. Únicamente, sólo lo de desmantelar la cosa pública, es decir, el Estado, me llegó a convencer puesto que, como buen anarco liberal asilvestrado, además de desconfiar de la clase política, creo muy saludable para el bienestar de los ciudadanos limitar el poder del Estado y reducirlo progresivamente al mínimo imprescindible para construir una sociedad donde prime la Libertad y la solidaridad voluntaria entre los individuos en contra de la expansión del liberticida Estado colectivista bajo el apellido disimulado de socialdemocracia, neocomunismo, socialismo populista o indigenista , etc.

Recuerdo en especial a un miembro de la comuna que se llamaba Alejandro. Alejandro fue el que me invitó a compartir una nueva vida con ellos. Ya se sabe esa típica ansia que tienen los jóvenes de descubrir siempre un nuevo estilo de vida hasta que se dan de bruces con la realidad. Todos en la comuna aseguraban eso de que el anarquismo sólo puede ser socialista. Yo no lo tenía tan claro, sobre todo por lo de la coletilla socialista que acompañaba a la palabra anarquismo a la que todos daban mucha importancia. Esto es así, después de algunos detalles que me llamaron la atención y por los que me empecé a desencantar con lo de la comuna pseudoanarquista. Un día tuve la ocasión de comprobar la hipocresía de estos tipos que hoy en día se hacen llamar “Okupas” pero que conservan la misma filosofía de vida.

Alejandro tenía una compañera de cama, Adela. Una morenaza de ojos verdes nacida en Cartagena que estaba buenísima, pero yo la notaba algo agotada en su relación sentimental. Desde el primer momento congeniamos e inevitablemente me la llevé al “huerto”.

Esto le sentó muy mal a Alejandro, un chico bastante celoso. Desde entonces la relación se enturbió bastante haciéndose cada vez más insoportable. Alejandro creía tener un predominio especial sobre la murciana, esto fue lo que me hizo entender que eso de abolir la propiedad privada no lo tenía muy claro el chaval, sobre todo si tenía unas buenas tetas como las de Adela. Michael, un comunista canadiense, rubio de ojos azules, que se sentía indigenista y que purulaba por la comuna le hizo entender a Alejandro que no debe existir la propiedad sobre las cosas que nos ofrece la “Pachamama” (madre tierra) y, menos, sobre las personas; puesto que el anarquismo no simpatizaba con la esclavitud.

La gota que colmó el vaso fue un día en el que Adela y yo violamos lo más sagrado que tiene el típico anarquista socialista. Su propiedad privada. ¡No es de coña! En el fondo ellos tiene sus sagrados bienes privativos. Lo de compartir los bienes, la distribución de la riqueza o abolir la propiedad siempre es bueno mientras sean las de otros.

Sigo. Una tarde Adela y yo, después de haber aplastado un poco la hierba de un prado, regresamos a la aldea con bastante apetito. Alejandro acababa de hacerse un sensacional y materialista bocadillo de jamón ibérico que había comprado con algún dinerillo que obtuvo por la mañana en el rastrillo del pueblo vecino, haciendo juegos de malabares; dinero que no depositó en la caja común como era norma de obligado cumplimiento en la solidaria comuna.

Adela y yo nos habíamos situado tendidos a cierta distancia de Alejandro. No había mucho que hacer, salvo dormir, comer, follar, tocarse los huevos y repetir las consignas socialistas en reuniones esporádicas organizadas por un tipo que venía de vez en cuando en su flamante Volkswagen Beatle amarillo, portando atuendos psicodélicos y llenos de colorido.

Cuando venía este tipo, todo en la comuna era buen rollo y hermandad. Dicho personaje aprovechaba el viaje para traernos algunas cajas de ultramarinos y artículos de aseo que, por cierto, nunca se agotaban desde la última reposición; así como libros de base ideológica 100% socialista y panfletos varios que tras leerlos suponía que los debería haber escrito algún descerebrado inspirado por drogas alucinógenas como el ácido lisérgico.

Continuo. Esa tarde fue mi perdición, puesto que no se me ocurrió otra cosa que aprovechar la ausencia momentánea de Alejandro para sugerir a Adela que compartiéramos el sabroso bocadillo que se mostraba amenazante con ese jamón de jabugo resplandeciente debido a su grasiento tocino uniformemente veteado. Prisionero manjar cautivo en una barra de tierno pan candeal cuyo interior, previamente, se había untado con tomate campero ahogado por un aromático aceite de oliva virgen. Los tomates los cogió Alejandro de una pequeña huerta ecológica que montamos, por propia iniciativa, cuando me incorporé a la comunidad aportando mis conocimientos agrícolas; pero que, con el tiempo, sólo la trabajábamos los tres plingaos de siempre que respetábamos eso de la colectividad del trabajo del socialismo anarquista.

Y así lo hicimos, Adela y yo dividimos en tres partes el bocata como buenos anarquistas socialistas solidarios y nos comimos dos tercios de bocadillo, dejando una tercera parte para el compañero Alejandro.

Alejandro volvió de “plantar un pino” y se encontró su apreciado bocata reducido. Tal cabreo le entró que casi me mata. Yo sólo seguía la consigna anarquista socialista al pie de la letra, es decir, abolir la propiedad privada y la distribución equitativa de la riqueza.

El suceso justificó mi expulsión de la comuna. Todos respaldaron al camarada Alejandro puesto que realmente no sentían mucho aprecio por mí debido a que no habían logrado normalizar mi anárquica y asilvestrada forma de pensar. Incluso mi estimada Adela se unió a la unánime decisión del grupo. Por cierto, un día me la encontré en las Ramblas de Barcelona casada con Michael, el canadiense. Me contaron que les iba muy bien en su lucrativo negocio de compra y venta de terrenos en la ciudad condal. Negocio que Michael había montado con la pasta que heredó de un tío de Toronto. -¡Vaya con el comunista y los parias de la tierra!- pensé de camino a la parada del bus.

La experiencia en la “comuna anarquista socialista” me abrió definitivamente los ojos y me di cuenta de su falsedad. Esa gente sólo quería vivir del cuento y de las rentas de los demás. O sea, el típico invento de una pandilla de vagos, hipócritas y envidiosos. En eso consiste el socialismo.


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