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martes, 8 de diciembre de 2009

Las tetas de mi amiga Adela “La Anarquista”


Durante un tiempo viví en una comuna anarquista. Todos allí eran supuestamente muy solidarios y decían que era bueno compartir los bienes entre camaradas. Todos estaban convencidos de la necesidad de la abolición del Estado, de la propiedad privada y del derecho de herencia. Todos rechazaban el consumismo y el materialismo de los países occidentales, sobre todo el de su demonio favorito: Los Estados Unidos de América.

Incluso algunas “miembras” de la comunidad, como así les gustaba denominarse, se enorgullecían de defender a los más indefensos y desprotegidos de la sociedad; lo que me chocaba es que afirmaran esto después de abortar, práctica muy reiterada entre ellas. Personalmente no entendía muy bien el pseudoprogresismo de éstas mujeres, que respondía a un esquema muy sencillo: ser pacifista y apoyar a los desfavorecidos con grandes dosis de demagogia y mucho talante de buenismo. Sin embargo, a su hijo que reposaba inocentemente en su vientre, siendo éste el más débil, el más indefenso, el más dependiente de todos los seres, no les parecía digno de amparar. Yo observaba una fuerte contradicción en sus postulados y para colmo argumentaban los derechos de la madre, presentándola como una pobre víctima indefensa no se sabe muy bien frente a qué.

Todos repetían la misma cantinela típica del clásico socialista que se siente anarquista; y que suelen soltar cuando no son ellos los afectados directamente por las consecuencias de tales ideas. Únicamente, sólo lo de desmantelar la cosa pública, es decir, el Estado, me llegó a convencer puesto que, como buen anarco liberal asilvestrado, además de desconfiar de la clase política, creo muy saludable para el bienestar de los ciudadanos limitar el poder del Estado y reducirlo progresivamente al mínimo imprescindible para construir una sociedad donde prime la Libertad y la solidaridad voluntaria entre los individuos en contra de la expansión del liberticida Estado colectivista bajo el apellido disimulado de socialdemocracia, neocomunismo, socialismo populista o indigenista , etc.

Recuerdo en especial a un miembro de la comuna que se llamaba Alejandro. Alejandro fue el que me invitó a compartir una nueva vida con ellos. Ya se sabe esa típica ansia que tienen los jóvenes de descubrir siempre un nuevo estilo de vida hasta que se dan de bruces con la realidad. Todos en la comuna aseguraban eso de que el anarquismo sólo puede ser socialista. Yo no lo tenía tan claro, sobre todo por lo de la coletilla socialista que acompañaba a la palabra anarquismo a la que todos daban mucha importancia. Esto es así, después de algunos detalles que me llamaron la atención y por los que me empecé a desencantar con lo de la comuna pseudoanarquista. Un día tuve la ocasión de comprobar la hipocresía de estos tipos que hoy en día se hacen llamar “Okupas” pero que conservan la misma filosofía de vida.

Alejandro tenía una compañera de cama, Adela. Una morenaza de ojos verdes nacida en Cartagena que estaba buenísima, pero yo la notaba algo agotada en su relación sentimental. Desde el primer momento congeniamos e inevitablemente me la llevé al “huerto”.

Esto le sentó muy mal a Alejandro, un chico bastante celoso. Desde entonces la relación se enturbió bastante haciéndose cada vez más insoportable. Alejandro creía tener un predominio especial sobre la murciana, esto fue lo que me hizo entender que eso de abolir la propiedad privada no lo tenía muy claro el chaval, sobre todo si tenía unas buenas tetas como las de Adela. Michael, un comunista canadiense, rubio de ojos azules, que se sentía indigenista y que purulaba por la comuna le hizo entender a Alejandro que no debe existir la propiedad sobre las cosas que nos ofrece la “Pachamama” (madre tierra) y, menos, sobre las personas; puesto que el anarquismo no simpatizaba con la esclavitud.

La gota que colmó el vaso fue un día en el que Adela y yo violamos lo más sagrado que tiene el típico anarquista socialista. Su propiedad privada. ¡No es de coña! En el fondo ellos tiene sus sagrados bienes privativos. Lo de compartir los bienes, la distribución de la riqueza o abolir la propiedad siempre es bueno mientras sean las de otros.

Sigo. Una tarde Adela y yo, después de haber aplastado un poco la hierba de un prado, regresamos a la aldea con bastante apetito. Alejandro acababa de hacerse un sensacional y materialista bocadillo de jamón ibérico que había comprado con algún dinerillo que obtuvo por la mañana en el rastrillo del pueblo vecino, haciendo juegos de malabares; dinero que no depositó en la caja común como era norma de obligado cumplimiento en la solidaria comuna.

Adela y yo nos habíamos situado tendidos a cierta distancia de Alejandro. No había mucho que hacer, salvo dormir, comer, follar, tocarse los huevos y repetir las consignas socialistas en reuniones esporádicas organizadas por un tipo que venía de vez en cuando en su flamante Volkswagen Beatle amarillo, portando atuendos psicodélicos y llenos de colorido.

Cuando venía este tipo, todo en la comuna era buen rollo y hermandad. Dicho personaje aprovechaba el viaje para traernos algunas cajas de ultramarinos y artículos de aseo que, por cierto, nunca se agotaban desde la última reposición; así como libros de base ideológica 100% socialista y panfletos varios que tras leerlos suponía que los debería haber escrito algún descerebrado inspirado por drogas alucinógenas como el ácido lisérgico.

Continuo. Esa tarde fue mi perdición, puesto que no se me ocurrió otra cosa que aprovechar la ausencia momentánea de Alejandro para sugerir a Adela que compartiéramos el sabroso bocadillo que se mostraba amenazante con ese jamón de jabugo resplandeciente debido a su grasiento tocino uniformemente veteado. Prisionero manjar cautivo en una barra de tierno pan candeal cuyo interior, previamente, se había untado con tomate campero ahogado por un aromático aceite de oliva virgen. Los tomates los cogió Alejandro de una pequeña huerta ecológica que montamos, por propia iniciativa, cuando me incorporé a la comunidad aportando mis conocimientos agrícolas; pero que, con el tiempo, sólo la trabajábamos los tres plingaos de siempre que respetábamos eso de la colectividad del trabajo del socialismo anarquista.

Y así lo hicimos, Adela y yo dividimos en tres partes el bocata como buenos anarquistas socialistas solidarios y nos comimos dos tercios de bocadillo, dejando una tercera parte para el compañero Alejandro.

Alejandro volvió de “plantar un pino” y se encontró su apreciado bocata reducido. Tal cabreo le entró que casi me mata. Yo sólo seguía la consigna anarquista socialista al pie de la letra, es decir, abolir la propiedad privada y la distribución equitativa de la riqueza.

El suceso justificó mi expulsión de la comuna. Todos respaldaron al camarada Alejandro puesto que realmente no sentían mucho aprecio por mí debido a que no habían logrado normalizar mi anárquica y asilvestrada forma de pensar. Incluso mi estimada Adela se unió a la unánime decisión del grupo. Por cierto, un día me la encontré en las Ramblas de Barcelona casada con Michael, el canadiense. Me contaron que les iba muy bien en su lucrativo negocio de compra y venta de terrenos en la ciudad condal. Negocio que Michael había montado con la pasta que heredó de un tío de Toronto. -¡Vaya con el comunista y los parias de la tierra!- pensé de camino a la parada del bus.

La experiencia en la “comuna anarquista socialista” me abrió definitivamente los ojos y me di cuenta de su falsedad. Esa gente sólo quería vivir del cuento y de las rentas de los demás. O sea, el típico invento de una pandilla de vagos, hipócritas y envidiosos. En eso consiste el socialismo.


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