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domingo, 21 de marzo de 2010

Una Gloriosa Revolución

No fue la Revolución Francesa la gran revolución liberal europea, en absoluto, pese a numerosísimos tópicos existentes motivados por el desconocimiento de la historia. Contemporáneos de este acontecimiento histórico como Edmund Burke, parlamentario whig británico-irlandés, contemplaron con sumo horror la sucesión de hechos que se produjeron en Francia. Alexis de Tocqueville llegó a afirmar que "en el Antiguo Régimen reinaba más libertad que en nuestros días". Fue un proceso violento, sangriento por momentos, en el cual se intentó hacer tabla rasa con todas las cosas que olieran a pertenecientes al Antiguo Régimen, fueran buenas o malas (y Francia era, precisamente, en 1789, antes de la revolución, una de las naciones más poderosas del mundo) y edificar sobre ese solar una nueva sociedad. ¿Nos suena eso a algo?

Los grandes totalitarismos del siglo XX aprendieron mucho de la Revolución Francesa y rescataron sabiamente para sus intereses lo peor de lo peor de la misma: "un comité central llegaría a asumir todos los poderes, se crearon tribunales revolucionarios políticos, se instauró un control absoluto sobre la población mediante unos comités municipales de vigilancia asistidos por guardias de secciones repartidos por todo el país, se suspendieron todo tipo de garantías procesales, se cometieron crímenes de Estado, se aprobó una ley de sospechosos para perseguir a los ideológicamente contrarios a la revolución que permitió asesinar legalmente a millares de personas con la "igualitaria" guillotina, llevar a cabo encarcelamientos preventivos masivos y deportaciones a ultramar. Se perpetró también un genocidio ("populicidio" lo llamarían entonces) en la región de La Vendée aún negado hoy por muchos historiadores" (Francisco Moreno, "Los inventos del "absolutismo asambleario" durante la Revolución francesa", liberalismo.org).

No es de extrañar que muchos totalitarios actuales sientan verdadera fruición por la Revolución Francesa e, incluso, por la época del imperio napoleónico, afirmando que la invasión de España por las tropas de Bonaparte y la colocación de un rey títere fue obra de "gentes ilustradas, liberales en el sentido más noble de la palabra, partidarios de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, seguidores de la Revolución francesa y deseosos de que España dejara de estar sometida a reyes absolutistas, a tiranos y a gobernantes indignos". Mientras, el alzamiento del pueblo de Madrid el 2 de mayo de 1808 contra el invasor francés habría sido "patrioterismo de “campana y de cañón”" propio del "populacho de la época y de la nobleza más reaccionaria". Guste o no guste a estos "afrancesados", por suerte, aquel día demostramos a Napoleón cómo somos los españoles y comenzamos a evitar, como, finalmente, conseguimos, que toda la basura que se nos intentaba imponer desde Francia penetrara en nuestro país. Lástima, después, lo de aquel rey felón llamado Fernando VII, que traicionó el sacrificio y el esfuerzo de su propio pueblo.

Pero bien, ya me he ido demasiado por las ramas. En resumen, la Revolución Francesa no debe ser referente para nadie que ame la libertad (salvo para algún "liberal" despistado). Los revolucionarios galos solo sustituyeron el poder absoluto del monarca por el del Estado. No limitaron el poder ampliando la libertad del individuo (quien pasó de una servidumbre a otra), sino que lo único que hicieron fue cambiarlo de manos.

Gran diferencia con los revolucionarios americanos. Estos siempre recelaron del poder e intentaron desde el principio limitarlo. Realmente, lo de Norteamérica a finales del siglo XVIII no fue una revolución propiamente dicha. Fue una guerra. Una guerra justa, por otro lado, para restaurar unos valores ingleses. Unos valores que la propia Inglaterra había traicionado.

Los valores de la conocida como Gloriosa Revolución de 1688. Aquella que, de verdad, puso fin, por primera vez y de manera definitiva, en un país europeo al absolutismo y al poder arbitrario del monarca, obligándole a respetar la separación de poderes. Tras ella, en Inglaterra comenzó a funcionar el parlamentarismo, asegurándose la participación de los súbditos en el gobierno del Estado a través del Parlamento. Fue el triunfo de las ideas de John Locke, el padre del liberalismo, proscritas hasta entonces.

Para Locke existían una serie de derechos que pertenecen a los individuos desde antes de la creación de gobierno alguno: la vida, la libertad, la propiedad y la búsqueda de la felicidad.

La limitación del poder político era vista por él como una garantía de la libertad individual. Así lo expone Locke en el "Primer Tratado sobre el Gobierno Civil", en el que destruye la teoría del derecho divino de los reyes, así como en el Segundo, donde propone la restricción de las llamadas prerrogativas del rey, precisamente, tomando conciencia de la naturaleza humana de los monarca: "Por tanto es evidente que la monarquía absoluta, que para algunos hombres es considerada como el único gobierno en el mundo, es de hecho inconsistente con la sociedad civil. Pero yo deseo que éstos que hacen estas objeciones recuerden que los monarcas son sólo hombres. Es como si los hombres al abandonar el estado de naturaleza, acordaran que todos ellos excepto uno deban estar bajo la restricción de la ley; pero que él debería retener toda la libertad del estado de naturaleza, aumentada con poder y hacerse licenciosa por impunidad. Esto es pensar que los hombres serían tan tontos que se cuidarían de evitar los daños que le puedan hacer los gatos y los zorros, pero estarían contentos y aun pensarían que es seguro el ser devorado por leones". Locke se anticipó a Montesquieu, quien a la postre es más conocido que el propio Locke por su defensa de este principio, al hablar de la separación de poderes y en la idea del sostenimiento de la autoridad del Estado en los principios de soberanía popular y legalidad.

Resumiendo un poco cómo se llegó a la revolución, en Inglaterra, a principios del siglo XVII, los burgueses, dedicados al comercio y a la producción de mercaderías, y la "gentry", nobles dedicados al comercio, cada vez prosperaban más rápidamente, mientras la nobleza más tradicional veía menguar su posición frente a estos debido a que su única fuente de riqueza la propiedad de tierras. La monarquía intentó revertir esta situación poniendo límites al desarrollo de las actividades económicas de los burgueses, creando nuevos impuestos y aumentando los ya existentes, así como desplegando un agresivo intervencionismo económico, participando directamente en algunas de las actividades industriales y comerciales, con el resultado que, no podía ser de otra forma, tenía que producirse: aumento de precios, desocupación y descontento general. El Parlamento inglés estaba en contra de las medidas fiscales impuestas por el monarca, al ser imposible controlar el destino del dinero recaudado, más aún, desde que la corona comenzó a exigirlos aunque no tuvieran la aprobación del Parlamento.

A partir de 1639, los acontecimientos comenzaron a precipitarse. Los burgueses se negaron a pagar impuestos y la Cámara de los Comunes se opuso a destinar fondos a un ejército personal del rey Carlos I destinado a sofocar la rebelión independentista de los escoceses, en 1640. Gran parte de la burguesía apoyó a la Cámara y en 1642 estalló la guerra civil. Los parlamentarios, dirigidos por Oliver Cromwell, recibieron fundamentalmente apoyo de las regiones industriales y comerciantes del sur y el este del país y de los puritanos mientras que los realistas recibieron el de las agrícolas del norte y el oeste y el de la Iglesia Anglicana. Los primeros resultaron vencedores, expulsando a la nobleza del Parlamento y proclamando la república en 1649, tras la decapitación de Carlos I.

En 1660, la monarquía fue restaurada, aceptándose por la corona la potestad parlamentaria para la elaboración de leyes y la aprobación de impuestos. Los problemas comenzaron de nuevo con la subida al trono de Jacobo II, católico y con tendencias absolutistas. Éste intentó reimplantar de nuevo la monarquía absoluta pero se encontró con la oposición frontal de los nobles, quienes no eran católicos. Se forjó un nuevo acuerdo entre nobleza y burguesía con el fin de destronar al rey. En realidad, no solo influyeron en esto las ideas absolutistas de Jacobo sino también su política religiosa y su intento de instaurar una dinastía católica en Inglaterra. En 1688, ambos grupos ofrecieron la corona de Inglaterra al príncipe holandés Guillermo de Orange con dos condiciones: debía mantener el protestantismo y dejar gobernar al Parlamento. El 30 de junio de ese año, un grupo de nobles protestantes, conocido como los "Siete Inmortales", le solicitaron venir a Inglaterra con un ejército. Para septiembre estaba claro que Guillermo intentaría invadir el país y aun así, Jacobo cometió el error de rechazar la ayuda de Luis XIV, el rey de Francia y el monarca católico más poderoso de Europa, ante el temor de que los ingleses se opondrían a la intervención francesa. Cuando Guillermo de Orange llegó a Inglaterra el 5 de noviembre de 1688, todos los oficiales protestantes del rey desertaron. Jacobo, abandonado por todos los grupos sociales (incluida su propia hija, Ana), abdicó del trono. La Gloriosa Revolución, que abolió definitivamente la monarquía absoluta e inició en Inglaterra la época de la monarquía parlamentaría, con la participación de los súbditos en el gobierno del Estado a través del Parlamento, había triunfado sin violencia y sin derramamiento de sangre, sin guillotinamientos a mansalva y sin genocidios de "enemigos del Estado", como el de La Vendée, a diferencia de la Revolución Francesa de 1789.

En los años siguientes, se eliminaron los privilegios reales, aristocráticos y de las corporaciones, los monopolios, las prohibiciones, los peajes y los controles de precios, que obstaculizaban la libertad de comercio y de industria, se crearon y fortalecieron instrumentos que servían para el desarrollo de las nuevas actividades económicas, se creó el Banco de Inglaterra y se generalizaron las sociedades anónimas, se difundió la tolerancia religiosa y se protegió el progreso de la ciencia.
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lunes, 22 de febrero de 2010

¿Prohibir símbolos musulmanes?


Esta entrada quizás sorprenderá a algún compañero de blogosfera, conocida mi postura con respecto al fundamentalismo islámico y a la propagación del Islam en Europa. Esta no ha cambiado en absoluto, no es lo mío un giro de 180º: no rechazo el Islam como creencia, como opción de fe dentro de un sistema de libertad religiosa, sino todo el sistema de valores que trae consigo, totalmente extraño y difícilmente compatible con el nuestro, al igual que su materialización en sistema político, las dictaduras islámicas, y el terrorismo (partiendo de que la oposición debe ser a cualquier terrorismo sea islamista, sea etarra, sea narcoterrorismo como en el caso de las FARC, etc.).

Para nuestro acervo judeo-cristiano, no es la existencia de seguidores de la fe de Mahoma en nuestro suelo el problema, ni siquiera que lo es tanto que traigan costumbres contrarias al sistema de libertades por el cual nos regimos, sino el relativismo con respecto a nuestros propios valores, por un lado y en primer lugar, capitaneado por Zapatero y su Alianza de Civilizaciones. El presidente del gobierno progre que padecemos es uno de los personajes más dañinos (por no decir el que más) que ha dado la política europea. Zapatero considera ofensivos una serie de principios en los que se basa la civilización occidental y, para él, el Islam, como elemento extraño y contrapuesto que es a la misma, una posibilidad de ir relativizándolos y desnaturalizándolos. Nada de lo que extrañarse puesto que, como progresista izquierdista que es, su único objetivo es ir socavando los elementos que configuran la democracia liberal y capitalista. No es una supuesta "tolerancia" al Islam o a la diversidad cultural o religiosa lo que le mueve.

En segundo lugar, hasta no hace mucho, teníamos la idea de vivir en un Estado de Derecho pero acontecimientos recientes nos dan la idea de que esto parece un
Estado de Torcido más que otra cosa. Tristemente, Cataluña es el paradigma, desde el momento en que la propia Administración, la cual, con un estatuto de autonomía recurrido ante el Tribunal Constitucional, se dedica a aplicarlo "de facto", se sitúa fuera de la ley. Por no hablar de ataques a la propiedad privada cometidos con total impunidad. El propio Gobierno catalán pretende situarse al margen de la legalidad española.

No nos llevemos las manos a la cabeza cuando algunos grupos siguen el ejemplo y comienzan a sentirse con la fuerza suficiente para aplicar e imponer sus propias leyes al margen de las vigentes en España. No es nada raro que allí, precisamente allí, se hayan producido episodios como la
constitución en Tarragona por parte de nueve magrebies de un "tribunal" islámico que, al margen de la legalidad y de la Constitución española, que prohíbe la pena de muerte, se autoarroga la potestad de condenar a muerte a una presunta adúltera. O que algunas mezquitas de Cataluña (al margen de un colegio de carmelitas de Ripoll) se han ofrecido para acoger referéndums soberanistas ilegales. O, por último, lo ocurrido en Cunit (Tarragona), donde la alcaldesa socialista (y feminista, quizás, debe serlo también) frenó la detención del imán imputado por amenazar, coaccionar y calumniar presuntamente a una musulmana moderada que trabaja como mediadora cultural en el municipio después de que éste tratara de agredir a la mujer. La presunta campaña del imán, Mohamed Benbrahim, perseguía que Fatima Ghailan perdiera su empleo por no llevar velo y relacionarse con españoles no musulmanes, según la instrucción judicial (¡qué escándalo! una musulmana relacionándose con "infieles"). Y hete aquí que la alcaldesa, postulándose como una "dhimmi" en toda regla, afirmó actuar "para evitar un conflicto social". Algo, ciertamente, "magnífico".

Todo esto lo traigo a colación para tener una cosa clara: no serán prohibiciones ni trabas a la libertad religiosa sino defensa cerrada de nuestro ordenamiento democrático y respeto al Estado de Derecho lo que evitará que el Islam sea un problema para nuestra sociedad. Con este Gobierno que en desgracia nos ha tocado es cierto que ambas cosas se convierten en una heroicidad pero no hay que renunciar a esos principios.

No se trata de que nosotros impongamos una moral o unos valores a los musulmanes, sino que los suyos no agredan a nuestro orden público y nuestro sistema de derechos y libertades, que salvaguarda a todos, sean de las creencias que sean. Una cosa es la respetable libertad de culto y otra aceptar la idea de que una religión puede situarse al margen de nuestro sistema de derechos y libertades. Distinto es prohibir las expresiones de esta religión.

La defensa de la propia cultura, por otro lado, y hablando ya desde un punto de vista liberal, debemos realizarla con total convicción, pero individualmente. No necesitamos que el Estado defina qué es nuestra cultura. Somos una civilización cristiana, pero no porque desde la entidad estatal hayan de decírnoslo.

En este sentido, prohibiciones a la construcción de minaretes como la aprobada en Suiza mediante referéndum popular o la que se está debatiendo en Francia en relación a no permitir el velo integral (el niqab y el burka) en los servicios públicos, esencialmente las administraciones, los hospitales, las escuelas y el transporte público, con posibilidad de extenderla por motivos de seguridad a los espacios privados abiertos al público, como son los comercios o los bancos, y que sea motivo de rechazo de la obtención de la nacionalidad francesa,
pueden ampararse en principio en la "defensa de la cultura europea" pero he de reconocer que, reconsiderando mi postura inicial favorable a la regulación de uno y otro, puede abrirse una senda bastante peligrosa. Una senda, por la cual, cualquier iluminado puede plantear regular la posibilidad de libertad de culto de católicos, protestantes, ortodoxos o judíos.

No seré yo, al menos, quien se dedique a estar mezclándose todo el día con musulmanes. Si tengo que elegir, prefiero estar con otro tipo de gente. Tampoco puedo dejar de decir que minaretes y burka, personalmente, me parecen aberraciones, fundamentalmente, la segunda, cosa que también ha de quedar clara. El primero simboliza la dominación islámica sobre un territorio, no en vano su altura debe superar a la de cualquier construcción. El segundo puede ser una muestra de la posición de subordinación de la mujer en el Islam. "Puede" puesto que también existe la posibilidad de que haya casos en que la propia mujer sea la que desee usar estos atuendos. Si una empresa privada quiere prohibir el uso de estas prendas seré el primero, y con total razón, que apoye el derecho a esta restricción por parte del empresario. Una empresa privada tiene el derecho absoluto sobre qué tipo de personas admitir y bajo qué condiciones y normas. Y casi todas prohibirían con mucho gusto el uso de velos o burkas, de ello que no nos quepa la menor duda. Pero de ahí a prohibir estas prendas en espacios públicos media una gran diferencia. Un Estado que se arroga la posibilidad de establecer estas restricciones definiendo qué debe ser nuestra cultura mañana puede cambiar de criterio y prohibir las biblias por razones tan peregrinas como considerar que no casan con un estado aconfesional. Deberíamos reflexionar sobre una paradoja en la que podemos incurrir: luchamos en Irak y Afganistán contra el terrorismo y contra la imposición de teocrácias islámicas, teóricamente para liberar a los musulmanes que habitan esas tierras pero, no obstante, y mientras... restringimos la libertad de los que viven aquí.

Ha de quedar claro que no se trata de "libertad de los musulmanes" sino de libertades individuales. La libertad religiosa no puede coartarse mientras que no pise nuestras leyes y, para estos casos, está el Código Penal, no las prohibiciones. En la democracia más antigua y admirable del mundo, los Estados Unidos de América, estas prohibiciones son implanteables. Ni siquiera se llegaron a considerar tras el 11-S.

Resultan muy esclarecedores, desde postulados liberales, estos frágmentos de la "Carta sobre la tolerancia", escrita en 1685 por John Locke, uno de los padres del liberalismo clásico:

"No hay, por lo tanto, ni individuos ni iglesias ni Estados que tengan justificación para invadir los derechos civiles y los bienes terrenales de cada cual bajo pretexto de religión. Quienes no concuerdan con esto, harían bien en meditar sobre los perniciosos gérmenes de discordia y de guerra, en cuán poderosa provocación para interminables odios, rapiñas y asesinatos proporcionan a la humanidad. No habrá paz ni seguridad ni amistad entre los hombres mientras prevalezca la opinión en orden a que el señorío está basado en la gracia y que la religión debe ser propagada por la fuerza de las armas".

"¿No es lícito acaso hablar latín en el mercado? Entonces también lo será hacerlo en las iglesias. ¿Es lícito que un hombre se arrodille, esté en pie o se siente o adopte cualquier postura en su hogar y se vista de negro o de blanco o con hábitos largos o cortos? Entonces debe serle lícito comer pan o tomar vino o lavarse con agua en la Iglesia. Digamos en resumen que todo aquello que es lícito en las circunstancias comunes de la vida, debe serlo asimismo en el culto divino de cualquier iglesia. No ha de permitirse que la vida o el cuerpo o el hogar o las propiedades de un individuo sean perjudicados por esta causa. ¿Podéis admitir la doctrina presbiteriana? ¿Por qué no podréis entonces que otros admitan la episcopal? La autoridad eclesiástica, ya sea administrada por una misma mano o por las de muchos, será siempre la misma, y no tendrá jurisdicción alguna en lo civil, ni ningún poder de coerción ni relación alguna con las riquezas ni con sus rentas".

"Si se evidencia en las asambleas religiosas algo que constituya sedición y sea contrario a la paz pública, debe ser castigado en la misma forma que lo que acontece en las ferias o mercados. Estas reuniones no deben transformarse en santuarios de individuos sectarios y facinerosos, pero tampoco será menos legítimo que los hombres se reúnan en iglesias que en lugares públicos, ni será más culpables unos que otros por causa de sus reuniones. Cada cual es responsable de sus propios actos y nadie puede ser sospechoso u odioso por causa de otro. Quienes son sediciosos, asesinos, ladrones, adúlteros, difamadores, etc., debe ser castigados y extirpados, sin consideración de las iglesias a que pertenecen. Aun más, si podemos hablar libremente, como corresponde a los hombres entre sí, ni los paganos ni los mahometanos ni los judíos deberían ser excluidos, bajo pretexto de religión, de los derechos civiles de la comunidad. El Evangelio jamás lo estableció así. La iglesia que no juzga a aquellos que no están en ella (1 Cor. V. 11), lo rechaza, y el Estado, que admite sin diferencias a todos los hombres que sean honestos, pacíficos y diligentes, tampoco lo requiere. Si permitimos que un pagano negocie y trafique con nosotros ¿por qué no debemos tolerar que rece y rinda culto a su dios? Si se permite a los judíos poseer casas y hogares entre nosotros, ¿por qué deberíamos prohibirles que tengan sinagogas? ¿Son acaso sus doctrinas más falsas, sus cultos más abominables, o está más amenazado el orden civil por sus reuniones públicas que por aquellas que celebran en sus casas?"
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Todos aquellos que nos consideremos liberales, luchemos contra el terrorismo, sea el que sea, y contra los totalitarismos de cualquier signo, así como defendamos los valores liberales de nuestras democracias y nuestra tradición judeo-cristiana con todas nuestras fuerzas, pero no implantemos pequeñas dictaduras para ciertos grupos.

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