Democracia ha conocido tiempos mejores, era una de esas meretrices de club de carretera, respetada por los clientes, que se cuidaban muy mucho de darle pellizcos en las nalgas o propasarse de cualquier otra forma por si llegaba el gorila de la puerta y les echaba a puntapiés.
Ahora nadie la respeta, desde el día en que se quedó en la calle.
Al abajo firmante de su contrato le dio un buen día por romper el trato y hacer trizas la Constitución que la defendía en sus napias.
A aquel jefe de club de carretera, el Rey de algo le llamaban, dejó de interesarle un buen día Democracia y la echó a patadas de su decente negociete de la autovía que va hacia Barcelona. Quería comprarse un barco e irse a navegar, o de caza a fincas castellanas… ¡Todo un Bont vivant!
Ahora a Democracia la chulean unos tipejos del montón, sin corona y sin estudios, uno de ellos dice ser de León, aunque allí nadie le recuerda, el resto son pertenecientes a una mafia catalana, de esos con barretina y seny a espuertas.
Un día Democracia hablaba de lo bien que le iba en el club, de lo que echaba de menos a las personas decentes que entraban y salían, de aquel contrato Constitución que la protegía y la hacía igual a todas las demás chicas.
Sus chulos catalanes tomaron buena nota de sus quejas y un día se presentaron con un papelote llamado Estatut, una especie de contrato lleno de palabrería y de letra pequeña.
Democracia lo leyó sin mucho interés, se parecía demasiado a la antigua Constitución que un día firmo en el despacho cargado de tabaco de aquel tipo del club al que llamaban Rey.
Firmó aprisa, todo sería mejor que seguir en la calle una noche más, aguantando a niñatos borrachos, viejos verdes sin blanca y mujeronas de falsa moral que la miraban por encima del hombro.
Firmó el Estatut y no hubo marcha atrás. No se sintió ni mejor ni peor en esos instantes, aunque pasado un tiempo se dio cuenta de que todo era un camelo, de que seguía en la misma esquina, pero sus socios catalanes cada vez se llevaban más beneficio. Intentó anunciarse secretamente en la sección de contactos de los periódicos para sacarse un beneficio extra y poder así comer, poder librarse por unos instantes de sus chulos de Barcelona.
Todo fue inútil, los catalanes tenían muchos contactos en los medios y por haber intentado engañarlos se llevó una buena paliza ante la mirada impávida de José Luis, el chulo de León.
José Luis había prometido a sus amigos catalanes no tocar ni una coma del Estatut, pues a él le importaba un ardite Democracia. La podían prostituir todo lo que quisieran, avasallarla, hacerla su esclava si lo deseaban. Era su concepto del mundo.
Democracia veía los carteles del metro, esos que hablan de mujeres maltratadas y se decidió un día a recurrir a la Justicia, a uno de esos tribunales especiales que dicen si un contrato es válido o no.
Todo fue en vano, Democracia se pasaba muchas tardes por el juzgado y las cosas seguían igual, nadie le decía nada, no había unanimidad en si el dichoso Estatut que la prostituía era o no era legal y si cumplía o dejaba de cumplir los mínimos que marca la legislación.
Pasaban los años y Democracia seguía en su esquina, pagando los caprichos de sus chulos, que decían a todos para justificar la situación de la mujer que aquello era normal, que si Democracia había pasado ya tantos años en la esquina con el Estatut en vigor, ni jueces ni partes podían ahora venir con milongas de que aquello no estaba bien. ¿Si algo funciona para qué tocarlo?
Los periódicos que controlaban los chulos, una especie de folletines infectos pagados de su bolsillo desprestigiaban día y sí y día también a Democracia y presionaban sin escrúpulos a los jueces que debían decidir sobre el futuro de la muchacha y sobre sus condiciones laborales.
Democracia se moría de frío en su esquinita de Gran Vía, a lo lejos brillaba la luz de un restaurante. La chica muerta de aburrimiento y por eso de estirar un poco las piernas, se acercó a la cristalera del escaparate para ver lo que se cocía en su interior. Allí la gente se lo pasaba de lo lindo. Copas, trajes caros, cigarros puros y platos a rebosar se vislumbraban en las mesas desde la dura y helada acera de cemento.
Allí los vio a todos ellos, a José Luís, a los chulos catalanes, a los jueces que llevaban su caso y presidiendo la mesa al rey, a su antiguo jefe en el club.
Todos reían y hablaban con la boca llena, todos se regocijaban de su suerte y de su privilegiada posición.
Por las mejillas de Democracia resbaló suavemente una lágrima de amargura mientras volvía a su esquina a lucir su bolso rojo y su cuerpo ya marchitos.
En el interior del restaurante, todos brindaban satisfechos ¿a quién le podía importar la puta Democracia?
Magnífica entrada...
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