viernes, 12 de febrero de 2010

"El progresismo, asesino de la libertad", artículo de José Brechner en Diario de América


Artículo de José Brechner publicado en Diario de América.

El conocido como "progresismo", aunque no sea tan grosero como el nazi-fascismo o el comunismo, sin embargo, es, quizás, una basura "intelectual" de un calibre superior a los anteriores. Es un reciclado de algunos de sus principios, capaz de ser introducido de una forma bastante menos grasienta.

Ya no son necesarios golpes de estado ni tomar el Palacio de Invierno, puesto que el progresismo ha aprendido de los errores de los anteriores, sabiendo utilizar a los instrumentos que otorgan las democracias liberales y el capitalismo para, poco a poco, ir desvirtuándolos y carcomiéndolos, mediante una labor semejante a la de la termita, para, en un horizonte de medio plazo, destruirlas, haciendo tabla rasa de los principios que las inspiran. Por qué cosa exactamente quieren sustituirlas es una incógnita puesto que el progresismo carece de entidad intelectual suficiente como para construir y proponer una alternativa. Lo importante no es el punto al que se llegue sino innovar, ya que, aunque se ignore, se nos asegura que ese punto de llegada va a ser esplendoroso. El progresismo, ante la imposibilidad, dadas sus limitaciones, de ofrecer resultados en el presente, ofrece un maravilloso futuro ante el cualquiera de las calamidades que nos cause (paro, empobrecimiento generalizado, mediocridad, incautación de una sustanciosa parte de las rentas de nuestro trabajo a través de unos altísimos impuestos,...) es un peaje necesario para alcanzar ese fin último.

Para ello necesita un estado y un gobierno enorme y con capacidad de coaccionar a sus ciudadanos coartando su libertad (al contrario del ideal liberal de un gobierno pequeño pero fuerte y con capacidad de proteger la vida, la libertad y la propiedad de sus ciudadanos frente a las agresiones de terceros) en beneficio de su supuesta "felicidad" (aunque a la persona no se le haya preguntado nunca si desea que intervengan para garantizársela). El concepto de esa supuesta "felicidad", por supuesto, lo define ese enorme Estado: los individuos, o son incapaces de saberlo por sí mismos, o, si lo saben, son totalmente irresponsables y elegirán siempre la peor opción. El progresismo entiende que el hombre, por naturaleza, es un ser irresponsable al que no se puede dejar decidir por sí mismo puesto que casi siempre lo hará causándose un mal a sí mismo, convirtiéndose en un "infeliz", o a otros, porque, esa es otra, el principal sentimiento que mueve al ser humano es el egoísmo, el cual debe ser sometido a control desde una instancia superior.

El hombre sería materia biológica, asimilable al resto de la existente en la biosfera, y cuya naturaleza se puede definir a capricho del ideólogo de turno que ocupe el poder. Centrándonos un poco en nuestro país, lo que era totalmente surrealista en 2004, ahora, en 2010 tiene casi rango de ley. ¿Puede extrañar a alguien que desde que el progresismo, encarnado en Zapatero, accedió al poder en España el Congreso de los Diputados haya llegado a debatir extender los derechos humanos a los simios, que la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, diga sin ruborizarse que el nasciturus no es humano o que un sujeto como Paul Ehrlich, que presenta al hombre poco menos que como un parasito para el planeta Tierra, reciba un sustancioso premio en metálico de la Generalitat catalana?

Esa "deshumanización" del hombre, despojándolo de su dignidad y convirtiéndolo en un ser vivo más, es también esencial para el progresismo y su visión de los derechos como una "creación" o concesión de quien ocupa el poder. Los derechos no pertenecen a la persona por el mero hecho de serlo, sino porque el Estado decide que los tiene. Por tanto, es perfectamente legítimo que el ingeniero social que, circunstancialmente, tenga el poder los defina y rediseñe a su medida, ya que, para eso ha sido democráticamente elegido, existe un beneplácito general que le autoriza a hacerlo, pudiendo pasar por encima de opiniones discrepantes que sean minoritarias. Así surgiría otra de las ideas del progresismo: la del consenso. Lo políticamente correcto se articula a través de un consenso administrado por el Estado, al igual que lo que es ley, sin obligación de subordinarse a principios superiores que permitan juzgar las normas. Para este modelo de pensamiento, las leyes y el resto de normas no se pueden poner en duda en cuanto a su legitimidad puesto que por algo son deposición de un legislador elegido por una mayoría, aunque cometan verdaderos atropellos contra libertades individuales. Se pueden poner numerosos ejemplos, desde la pretensión de aprobar leyes que crean un "derecho al aborto" (o "derecho a decidir la interrupción voluntaria del embarazo", según la jerga progresista), pasando por las que roban casi todo el fruto de toda una vida de trabajo mediante el sistema de pensiones que sufrimos, hasta aquellas que expolian nuestro patrimonio mediante brutales cargas fiscales.

Lo del expolio es también fundamental. El progresismo necesita dinero, mucho dinero, para mantenerse en el poder. Hay que subvencionar a una serie de clientes políticos que administren la propaganda progresista de cara al gran público. Hay que mantener a una importante capa de la población en una situación de pobreza controlada y unida al Estado mediante un cordón umbilical a través del cual se le suministran subsidios, llamados "gasto social" o "redistribución", que les cree la impresión de que el progresista de turno que ocupa el poder está atendiendo sus necesidades. Pretendiendo asegurarse su voto con la amenaza de que, en caso de ser desalojado del poder, estos subsidios desaparecerán, azuzando, de paso, la envidia hacia aquellos que sí han conseguido prosperar. La realidad es que van medio tirando, como se diría en el lenguaje coloquial, sin posibilidad alguna de mejorar y sin ser conscientes de que lo que reciben no es por la bondad del progresista de turno que ocupa el poder sino mediante el saqueo de las clases medias. El progresismo es empobrecedor tanto material, como intelectual y moralmente.


De nada sirve pretender mimetizarse con el progresismo para intentar hacerse perdonar por esta ideología tan zarrapatrosa y mostrenca. Hay que oponerse a él. Para resistir al progresismo los principios por los que hay que luchar están muy claros: capitalismo y libertad. Libertad individual, propiedad privada, libre empresa, no injerencia del Estado en los asuntos y negocios de las personas, reducción de su estructura a las funciones de protección de los individuos frente a abusos de terceros, rebajas fiscales, rendición de cuentas de los gobernantes a los ciudadanos, eliminación de los subsidios que empobrecen a unos y encadenan a otros y seguridad jurídica es lo que hace falta y no los anhelos por resultarle simpático al progresismo. Resultarle odioso al progresismo es el ideal. Cuanto menos progresismo, más libertad.


Merece la pena leer completo el artículo de José Brechner:

El progresismo, asesino de la libertad
Por José Brechner
Diario de América

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