De esas cosas que una ha oído en casa alguna vez en la tierna infancia y que, vaya usted a saber por qué, le quedan grabadas en la memoria, está esa que asegura que allá por donde pasaba Atila no volvía a crecer la hierba. La imagen, asociada a esta frase, que se dibujaba en mi mente de niña era la de cientos de jinetes cabalgando bestialmente por una pradera que quedaba asolada por completo y sin una triste brizna de verde con que adornarse tras la cabalgada. Por el contrario, todo se tintaba de tonos amarillentos, incluido el polvo levantado por las pezuñas equinas que a penas sí dejaba entrever el lamentable final de lo que antes fue bello.
Supongo que por un paraje tal es por el que Conde Pumpido pretendía arrastrar su toga y la de sus fiscales y, tal vez por puro corporativismo -el del color negro, digo-, se han decidido las sotanas a transitar por esas tierras de camino incierto merced a la invisibilidad con la que el polvo esconde baches y quebrados. Negra, desde luego, y polvorienta debe de ser la vocación de esos sacerdotes guipuzcoanos que han firmado un manifiesto en el que ponen en duda la idoneidad del nuevo obispo que les ha destinado Roma.
Allá ellos si al final de la tortuosa senda por la que les place caminar encuentran un abismo que, oculto tras la polvareda, no puedan evitar y acaban despeñados como la piara de cerdos en la que el espíritu maligno se refugió cuando fue expulsado por Jesucristo de aquel pobre endemoniado, según cuentan los Evangelios. Desde luego, y mientras esperamos sentados a que el polvo se disipe para comprobar qué ha sido de ellos, lo que sí podemos oír en ese manifiesto son los mismos gritos que pedían a Pilatos que soltara a Barrabás y crucificara al Nazareno, encarnado ahora en un tal José Ignacio Munilla.
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